lunes, 11 de mayo de 2009

Campanas de muerte nocturna

Emma Velo

El cuadro es hermoso. Pensó la primera vez que lo vio. Y sobrecogedor. El cielo ocupaba la mayor parte de la tela, las pinceladas gruesas se arremolinaban en distintos tonos azules para mostrarle un cielo nocturno verdaderamente hermoso, estrellado. Iluminado por una luna, menguante o creciente, grande y amarilla situada en la esquina superior derecha. Y debajo, casi camuflado en medio de un valle, había un pueblo tranquilo que parecía descansar en esa noche estrellada. Entonces reparó en la sombra, en la figura oscura en primer plano de dos enhiestos cipreses. El árbol de la muerte. ¿Por qué allí, en lo alto del valle? Parecían amenazantes, mecidos por el viento de las pinceladas sinuosas que los dibujaban. Presagio de muerte, de desgracia. Al recorrer la copa del ciprés más alto volvió a estar en el cielo. Pero ahora se tornaba amenazante también. La noche estrellada había adquirido otro significado. Las hermosas estrellas que iluminaban la noche parecían bolas de fuego apocalípticas a punto de caer sobre el tranquilo pueblo. Puede que allí ya no haya nadie... No, sí que había gente, se veían ventanas iluminadas en las casas. Majestuosa, en el centro del pueblo, se erguía la iglesia. Su campanario se alzaba erecto hacia el cielo como una réplica a pequeña escala de los cipreses mortuorios. Es el reflejo de la parca en el pueblo, pensó. Casi se podía oír cómo las campanas doblaban la muerte de alguien. Por eso había luz en las ventanas a esas horas de la noche. Y fue entonces, mirando con detalle esas casas iluminadas, cuando reparó en la sombra de una figura que se recortaba en una de las ventanas. No sabría decir si era hombre o mujer, casi parecía no estar allí y ser solo una ilusión de sus sentidos. Es solo una sombra, pensó. O quizá fuese algo más, podría ser el fantasma solitario de aquel al que las campanas doblaban.

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