Ni un minuto antes de las 10,15 suena el chivato. Cuando lo hace es atronador.
De forma casi automática, el vientre de la fundación se encoge. Las bombas de presión liberan un gas urgente. Los indicadores de la caldera, en donde no deja de entrar carbón, suenan primero a sirena y luego como los estertores de un moribundo.
Enseguida se quedan en nada los primeros instantes de los 20 minutos de descanso al sol, que desde que empecé aquí está entumecido por una nebulosa gris.
El cuerpo reacciona y grita de dolor mientras apuro el cigarro antes del toque de vuelta. Faltan 5 horas en las que tengo que contener el desahogo y la respuesta colérica de la fábrica. Parece empeñada en cargar contra mí.
Tomo una última bocanada de aire del mundo exterior. Ya casi se acaba el descanso. Ahora vendrá más dolor. Porca miseria.
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Continuación, Héctor Juanatey.
El trabajo en este carbonizado mundo interior es, como cada día de esta miserable rutina, agotador. En mi cabeza no hay otra idea presente que no sea la de la supervivencia. Tengo que aprovechar hasta el límite el poco aire limpio que guardan mis pulmones después de cada descanso.
El sonido estrepitoso de una aguja al moverse es lo único que nos recuerda que todavía seguimos vivos. Cada minuto es una lucha a muerte y mis enemigos son el carbón y el tiempo.
Aquí no existe la amistad. Mi únicas compañeras son esta pala ardiendo ya oxidada, y la nebulosa que nos tapa el sol en los descansos.
Con el paso de las horas, la luz artificial e interrumpida que ilumina mi labor empieza a ser la única presente en mis pupilas. Fuera, el sol ya ha caído. Aquí, los que caen son los fogoneros.
Yo todavía sigo en pie.
Tan sólo una idea. Supervivencia.
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